Los títulos clásicos –más allá de su edad- siempre vuelven.
Y Orquesta de señoritas lo es. El
gran Jean Anouilh la escribió en 1962 subiendo al escenario una típica
agrupación musical con mujeres que proliferó sobre todo en Europa y que Buenos Aires conoció en sus cafés hasta
principios de los cuarenta. Poco virtuosismo y repertorio algo mezquino, pero
un toque de sensualidad, picardía y fantasía erótica en ambientes a veces únicamente
masculinos. Este nuevo regreso tiene dos categorías de espectadores, los que
vieron la versión que dirigió Jorge Petraglia en el 74 y lo que no, los que sin
haberla visto saben todo de ella y los que no. Como suele suceder los que
quedamos en el primer lote jamás podremos despojarnos del impacto de aquél
espectáculo. Y no sólo porque cuarenta años atrás que las señoritas fueran
encarnadas por señores resultaba transgresor, sino porque ese cambio fue una
bisagra que le dio a la obra una carga de angustia mucho mayor y un dibujo
próximo a la caricatura interna que cultivaron unos cuantos sucesores del
absurdo y nuestro compatriota Copi. Tampoco es fácil borrar de la memoria la
exquisita puesta de Petraglia, con un cuidado del detalle y del tempo que
deslumbró a los españoles, cuyos actores iban en Madrid dos y tres veces a
aprender de esos artistas argentinos: Hugo Caprera, Esteban Pelaez, Alberto
Busaid, Santiago Doria, Alberto Fernández de Rosa, Zelmar Gueñol y Carlos
Marchi.
Pero ahora es 2016
y aquél director ya no está entre nosotros. Esta vez la puso el dueño de los
derechos, Jorge Paccini que también se reserva un personaje, la flautista
Leona, junto a Miguel Jordan, Norberto Gonzalo, Osmar Nuñez, Ernesto Larrese,
Carlos March y el único varón del lote, el pianista León que encarna Edgardo
Nieva. Anouilh es un autor notable, cultor impecable del entonces llamado
teatro de boulevard, denominación parisina para los conflictos que aún con el
ardor de la sal sobre una herida no dejaban de ser convencionales y comerciales
en su estructura dramática. Aquí a partir de fines de los cincuenta se hizo
mucho de este empecinado nostalgioso de la pureza y la inocencia primera: La salvaje, El viajero sin
equipaje, Antígona, Ornifle –casi apoteosis de Ibáñez
Menta- El vals de los toreadores, La gruta y más. Es teatro de otra
época. Y se nota. Por lo cual una cepilladita al texto no le vendría mal sobre
todo para pulir reiteraciones innecesarias. Igual están todos muy bien –el mejor,
por elaboración interior sin aferrarse a la caricatura de Hortensia- es Osmar
Nuñez, su número tropical levanta aplausos tan cálidos como los que lograba
Caprera con ese “Camagüey camagüeyana/contemplando la sabana….” El debut fue antesala del éxito que sin duda
volverá a cosechar esta orquesta cuyas melodías pegadizas apenas disimulan el
dolor profundo que encubren.